Tiene que ser horrible ver cómo se apaga paulatinamente la
vida de tu hija sin que puedas hacer nada para evitarlo. Y tiene que dar pavor
escuchar a diario sus gemidos de dolor y sus estertores, los sonidos que avisan
que la niña, tu niña, se está muriendo ma non troppo (de a poquito a poco). Leo
en los periódicos con tristeza que los padres de Andrea, una cría de 12 años
que sufre una enfermedad rara y degenerativa, han pedido «una muerte digna»
para su hija tras agravarse su larga lucha vital. Y leo con indignación que el
equipo pediátrico que la trata -Hospital Clínico de Santiago- se niega a medicarla
con sedación para que «se vaya» sin sufrir. Desgraciadamente en este caso, como
en tantos otros, la ética y las creencias religiosas se vuelven a enfrentar.
Yo, que cuando rezo lo hago en latín y que siento empatía por la teología, creo
sinceramente que los galenos están errando con su decisión. La muerte digna
debería ser el derecho más básico de las personas. Prolongar el sufrimiento de
un desahuciado resulta amoral. Andrea se va «Ad astra per aspera» (a las estrellas por el camino difícil). Ayudémosla
a marchar.
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