Hay cosas que me las tienen que explicar como si
fuera un niño de cuatro años porque si no, no las entiendo. Una de ellas es el
boxeo. Que dos personas quieran subirse a un ring para darse de golpes hasta
que uno de los dos caiga inconsciente, es como para hacérselo mirar. Y si el
primer psiquiatra al que van les dice que psicológicamente están bien,
entonces, deberían pedir una segunda opinión. El combate que presenciamos la
pasada madrugada entre Mayweather y Pacquiao me dejó noqueado. Lo poco que vi,
claro. Continuamente acudían a mi mente breves flash-backs en los que aparecían
dos gladiadores romanos en una liza diciendo aquello de: «Ave, Caesar, morituri
te salutant», (Ave, Cesar, los que van a morir...). Y se mataban, se mataban.
Que era precisamente lo que parecían querer los asistentes. O por lo menos así
lo expresaban: «¡Kill him, kill him!», (¡mátalo, mátalo!). En el idioma
alemán, existe una palabra que define al sentimiento de alegría que
experimentan algunas personas cuando ven sufrir a otro: «Schadenfreude»,
pronunciado ‘sadenfoide’. El boxeo y otros deportes similares no son
recomendables precisamente porque nos llevan hacia ese sentimiento.
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