A la gran mayoría de españoles les resulta difícil entender
por qué algunas autonomías, como el País Vasco o Cataluña, desean
independizarse de España. Lógicamente, este problema les inquieta porque de lo
que vaya a ocurrir depende su futuro. Yo, que llevo viviendo en Euskadi desde
hace más de cuarenta años, que he visto en primera persona asesinatos de ETA y
que escapé por los pelos de una de sus bombas, puedo afirmar sin miedo al
equívoco que la búsqueda de la independencia -mediante la extorsión terrorista
o política- solo lleva hacia la divergencia y hacia el odio entre compatriotas.
Los independentistas
venden humo, venden un carro que no lleva nada y, la luz que ven al final del
túnel, no sale de una claraboya, sino que son las luces de un camión que viene
de frente con el que se van a estrellar.
Como muestra de lo irracional
que resulta la Independencia, me gustaría poner un ejemplo: imagínese usted que
vive en un edificio donde residen muchos vecinos. Imagínese que, por hache o por b, ha decidido no tratar con ellos, porque se siente superior o
por cualquier otra tontería. Pero imagínese que anhela tener un buen trato con los
vecinos que viven en su bloque de enfrente. Pues bien, en esta paranoia
incomprensible se encuentra sumergida ahora Cataluña: no quiere hacer migas ni
entenderse con España pero quieren ser amiguísimos de Francia, Alemania, etc.
¿Acaso creen que pagarán ellos sus pensiones?, ¿que se interesarán por sus
enfermos dependientes?, ¿que van a comprar en los mercados bonos catalanes?
¿No sería mejor arreglar de una vez por todas el problema fiscal que tiene
Cataluña con el Estado -lo único que les separa- y poder continuar unidos otro
medio siglo más?
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