Hay mucha gente que piensa que, en ocasiones, las estrellas
se alinean en el firmamento de tal manera que la nueva posición estelar que
adoptan influye de manera positiva o negativa sobre su propia suerte.
De hecho, antiguamente los griegos a lo que llamamos ahora
buena o mala suerte lo llamaban “aristotiquia” y “cacotiquia”. Aristotiquia
significa la mejor fortuna posible, o la fortuna de los mejores; y cacotiquia,
que es la hermana fea de la palabra anterior, significa justo lo contrario.
A
veces, sin saber por qué, nuestras alegrías o desgracias acontecen todas
juntas, como si vinieran encadenadas o imantadas.
Todo comienza de forma casual: de repente, un buen día te
toca la lotería, al de poco encuentras a la mujer de tu vida y, después, un
familiar que tenías enfermo se restablece completamente. A esta espiral de
sucesos positivos los griegos lo llamaban ciclo aristótico.
O bien puede suceder lo contrario: de repente, un mal día
pierdes una cantidad desorbitada de dinero en bolsa, al de poco tu jefe te
despide y tú pareja decide separarse de ti. Ciclo cacótico este último, sin
duda.
Los astrólogos griegos pensaban que para que se
desencadenara un ciclo u otro tenía que existir obligatoriamente un estímulo
exterior y se pasaron décadas observando
la posición y el movimiento de los
astros para intentar averiguar el por qué.
Y aunque todavía son muchos los que atribuyen su suerte a
los cuerpos celestes, cada día somos más los que opinamos de la misma forma que
lo hizo Casio (el de William Shakespere) cuando dijo: «La culpa, querido Bruto,
no reside en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos».
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