El Papa Francisco afronta con valentía cualquier tema
espinoso que atañe a la Iglesia, pero nunca lo hace con la plenitud que
debería. Al igual que sus predecesores, delega los asuntos turbios en eternas comisiones
de estudio hasta que finalmente son olvidados. En la retina de todos está el
mensaje retórico que mandó al colectivo homosexual: «Si una persona es gay,
busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarle?» El mensaje
sonó histriónico, revulsivo y muchos pensamos que la Iglesia había tomado por
fin un camino aperturista. No sólo por esta declaración, sino porque el Papa en
posteriores homilías dio a entender que permitiría la comunión de los
divorciados vueltos a casar, e incluso abrió la puerta al casamiento de los
curas. Pero ni una sola piedra de la Iglesia se ha movido. Todas fueron vacuas
promesas. La semana pasada se celebró la Asamblea Plenaria de las Superioras
Generales (UISG). Una de las superioras le preguntó al Pontífice sobre la
posibilidad de incluir a las mujeres como diaconisas -sólo pueden ser los
hombres-. El Papa les ha prometido crear una comisión para que le ayude a responder
a esa pregunta. Llegará antes el olvido que la respuesta. Ya lo verán.
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