Cada vez que se celebran unos comicios, pienso de broma que
en los colegios electorales debería ser obligatorio rellenar un test
psicológico y tomarse la tensión arterial para que te permitan, según los
resultados, poder o no votar. Esto que digo suena a chanza porque lo es. Pero
visto lo que está ocurriendo en Reino Unido, tras la aprobación del Brexit, y
el Belén navideño que se están montando en EE UU entre los seguidores de
Hillary y Trump –puñetazo viene y va– se me antoja que mi broma quizá algún día
se tenga que hacer realidad. Para algunos, los políticos se han convertido en
la diana perfecta donde clavar el dardo de sus frustraciones. El otro día le
pregunté a un militante del PP si le iba a votar a Rajoy y me respondió muy
enfadado: «¡No!». Medio minuto más tarde cambió de tema y me dijo que su mujer,
también militante del partido, era una buscona –con perdón sea dicho–. Entonces
entendí, más o menos, por qué no le iba a votar al PP. Las empresas
demoscópicas tiemblan cada vez que se les pide un pronóstico electoral. Por
mucha cocina que le metan, saben que el resultado se va a regir por lo visceral
y no por lo cerebral. No podemos escapar de lo que somos: una especie
imperfecta, rara y rencorosa. Afortunadamente, yo no. Por eso mi sensatez me
dice que los estadounidenses deben votar mañana a Hillary… si no quieren acabar
como Trump.
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