Como soy un constitucionalista confeso, permítanme que
sienta cierta satisfacción por el hecho de que el número de asistentes a la
Diada haya mermado sustancialmente en comparación con otros años: según los
datos publicados en Twitter por la Guardia Urbana de Barcelona, este año a la
movilización han acudido 875.000 personas. Medio millón menos que el año pasado,
a la que fueron 1,4 millones de personas. Los planos cenitales que ofrecían las
cámaras de los helicópteros dejaban claro que los organizadores no consiguieron
el efecto multiplicador que pretendían al descentralizar la movilización en
cinco puntos de Cataluña. Son todos los que están, pero ya no están todos los
que eran. Afortunadamente. Aunque no comparto las reivindicaciones que se
piden en este evento, entiendo que es legítimo y que estoy obligado a
aceptarlo. Pero en él sucedieron dos hechos que merecen una llamada de
atención: el primero fue la asistencia a dicha manifestación del presidente de
la Generalitat, Puigdemont. Un gesto que solo puede tildarse de irresponsable.
Como representante institucional de todos los catalanes, se debería haber
mantenido al margen. Y no haber actuado como un vocero exaltado
independentista, que es lo que hizo. El segundo feo lo protagonizaron los
enervados de siempre: la CUP. Quema de banderas, de fotos del rey, pintadas… ¡que
les voy a contar! Las mismas escenas de siempre. Cataluña se ha convertido en
una triste moviola.
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